lunes, noviembre 14, 2005

Invitaciones Gmail y Orkut

Extractado del centro de asistencia, Orkut.

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Los que desean invitaciones, tanto para Gmail y Orkut; deben solicitar al sigente correo:

mafrov@gmail.com

A vuelta de correo, tal como lo vengo haciendo, enviaré las solicitudes.
MarckReal



domingo, marzo 27, 2005

Aristofanes las Ranas

NOTICIA PRELIMINAR

Baco, en cuyo honor se celebraban los certámenes trágicos y cómicos por haber tenido origen en sus fiestas, cansado de las malísimas tragedias que se representaban después de la muerte de Sófocles y Eurípides, se decide a descender al infierno en busca de un buen poeta. Para conseguir su objeto, y, recordando que Heracles había ya realizado empresa tan peligrosa, llama al templo de este héroe, y después de adquirir las noticias necesarias para el viaje parte acompañado de su esclavo Jantias y disfrazado con la piel de león y la clava de Heracles,

Al llegar a la laguna Estigia, Caronte le admite en su barca, y durante el trayecto se oye el canto de las ranas, que graznan a su sabor, insultando con su estrepitosa alegría las molestias que el dios experimenta. Este episodio completamente desligado de la comedia es, sin embargo, el que le da título.

Después de varias peripecias que ponen de manifiesto la cobardía de Baco, y de sufrir éste los insultos y malos tratamientos de dos taberneras y Éaco, que le confunden con Heracles, penetra en el palacio de Hades, precisamente cuando todo el infierno se halla conmovido por una terrible disputa entre Esquilo y Eurípides a causa de pretender éste ocupar el trono de la tragedia. Baco es elegido juez, y ambos rivales, en una larga escena, interesantísima desde el punto de vista de la crítica literaria, se echan en cara todos los vicios y defectos de sus obras. Cansado Esquilo de las sutilezas y argucias de su adversario, propone la prueba decisiva de pesar los versos de uno y otro en una balanza, y consigue un triunfo completo. En vista de lo cual, Baco se lo lleva a la Tierra, desentendiéndose del compromiso contraído con Eurípides; y Esquilo, al partir, entrega el cetro trágico a Sófocles, que ha presenciado la discusión con un silencio lleno de modestia.

El objeto principal de Las ranas, como de la breve exposición de su argumento se deduce, es tratar humorísticamente el sistema dramático de Eurípides.

Otra de las cosas que llaman la atención en Las ranas de Aristófanes es la burla que se hace de varias divinidades del Olimpo, y muy especialmente de Baco, cuya fiesta se solemnizaba con la representación de esta comedia. El dios tutelar del arte dramático aparece cobarde y fanfarrón, sujeto a las contingencias del más débil de los mortales; y su hermano, el esforzado Heracles, da muestras de aquella glotonería que también le caracteriza en Las aves.

A pesar de que el objeto de Aristófanes, bien claro está, como queda dicho, no es otro que satirizar a dioses y poetas, algunos han querido encontrar una intención política más profunda y trascendental en Las ranas, creyendo que su fin era censurar al gobierno ateniense porque abría demasiado la mano en la cuestión de admitir en su seno esclavos y extranjeros. Si bien es cierto que el poeta toca repetidas veces este punto en su comedia, no lo es menos que lo hace sólo de pasada, sin manifestar que su intención principal sea ésa.

Las ranas se representaron, según indican sus prologuistas griegos y se desprende de diferentes pasajes de la obra (1), el año 406 antes de Jesucristo, correspondiente al vigésimosexto de la guerra (2). Agradó tanto a los espectadores, que, no contentos con darle la preferencia sobre otras dos de Platón y Frínico, le concedieron el honor raro y singular de pedir una segunda representación.



(1)Tales son los versos 48, 192 y 705, que mencionan como recientemente ocurrida la batalla de las arginusas ganada a los lacedemonios el año vigésimosexto de la guerra; el verso 418, en que el coro ataca a Arquedemo como jefe del partido popular, lo cual sucedía en el mismo año; el verso 76, que habla de la muerte de Sófocles, acaecida en 406 antes de Jesucristo, y otros que se harán observar en las notas.

(2)Sin embargo, investigadores recientes la sitúan en el año 405. Se representó, bajo el nombre de Filónides, en las Fiestas Leneas. P. H. U. ]

sábado, marzo 26, 2005

Un Encuentro Inesperado


Rafael Olea Franco

Rafael Olea Franco se doctoró en la Universidad de Princeton y actualmente es investigador de El Colegio de México. Es autor del libro El otro Borges. El primer Borges, donde estudia los once libros publicados entre 1923 y 1942 por el autor de Ficciones. A continuación, presentamos un juego borgiano donde el estudioso se enfrenta al fantasma de su objeto de estudio.

A Carlos Fuentes

Confieso que al principio yo mismo pensé que todo había sido una fantasía urdida en esos momentos en que la vigilia se confunde con el sueño. Que yo sepa, sólo mi hermano mayor heredó de la familia de mi madre esa mágica facultad de recordar los sueños con maravilloso asombro de detalles (porque, ¿para qué sirven los sueños si no podemos revivirlos?). En ocasiones, mi madre y mi hermano se hundían en un diálogo de sueños que me causaba una doble sensación de pérdida. Primero, porque solían hablar de un pasado previo a nuestra estancia en México, pleno de nombres y rostros que yo no podía compartir. Pero además, porque me acongojaba asistir al relato detallado de un sueño, cuando yo apenas podía entrever, difuminados por las falacias de la memoria, aspectos generales de los míos; y eso sólo cuando acababa de despertar, porque si pasaba más tiempo todo se borraba de mi mente como si nunca hubiera existido.

Algunas veces, en ciertas madrugadas inquietas, he despertado con sobresalto por lo adivinado del otro lado de la conciencia; sabedor de mi incapacidad para recordar luego los sueños, he llegado a consignar en el papel el argumento general de éstos, con la esperanza de que el día, con su engañosa vigilia, complete el relato que incluso me permita escribir un cuento. Pero ¡ay!, la memoria y la literatura están en otra parte, porque cuando intento definir el argumento, cuando me esfuerzo por recordar qué fue lo que causó mi sobresalto, me encuentro siempre, por más esfuerzos que hago, con que todas las imágenes han desaparecido.

Pero en esta ocasión las cosas eran distintas para mí, pues precisamente porque el paso del tiempo reforzaba el recuerdo, lo hacía más nítido añadiendo detalles —un sonido, un sentencioso silencio, un ademán inesperado—, me convencí poco a poco de que no se trataba de una quimera.

Era uno de esos atardeceres de verano en que el sol se acuesta con parsimonia y produce la sensación de que no pasa nada, de que el tiempo se ha detenido. Por fortuna, esa tarde no tenía yo la necesidad de refugiarme en una rutina; suelen ser ésos los momentos en que me gusta divagar por los parques, sentarme en una solitaria banca y gastar las horas en reflexionar sobre lo que he sido o lo que ya nunca podré ser; aunque al día siguiente, ante la inocente pregunta de un colega, responda, sintiendo una secreta vergüenza, que la tarde anterior he ido a una librería a buscar novedades.

El parque de mi ensoñación se encuentra muy cerca de una de las principales avenidas de la ciudad de México, y siempre me ha agradado la facilidad con que uno puede perderse en él y evadirse de lo contingente. Sin sentirlo, había yo caminado hacia el centro del parque, observando a los pocos niños que abandonaban sus juegos y se disponían ya a retirarse ante la inminencia de la noche. Al sentirme solo, decidí descansar en una banca y dejar que mi mente vagara por donde le diera la gana, a riesgo de derivar hacia memorias que podrían ser dolorosas para mí.

Ignoro cuánto tiempo transcurrió. El silencio era absoluto y la noche casi total. De pronto, noté que en el otro extremo de la banca donde yo me había sentado, vacía un poco antes, se encontraba ahora un anciano que reposaba plácidamente la cabeza sobre un bastón que, en la incertidumbre de la parcial oscuridad, a mí me pareció muy brillante; su atuendo era pulcro pero nada ostentoso y su mirada parecía dirigirse al frente y a ninguna parte. Después de esta percepción rápida pero certera, dejé de prestar atención al anciano y me concentré en mis pensamientos.

¿Por qué oscuros e inciertos senderos se encaminan nuestros recuerdos a revivir los sentimientos que más han calado en nuestra alma? No lo sé. Sólo sé que me encontraba yo pensando, con una perpleja nostalgia por los perdidos años de la adolescencia, en aquel momento feliz aunque fugaz en que descubrimos, con infinita sorpresa, que amamos a una mujer de la que nos hemos enamorado imperceptiblemente y quizá contra nuestra voluntad. Alentado por estas reminiscencias, intenté recordar los versos de un poema de Lugones que transmite esta sensación; pero mi limitado comercio con la poesía ayudaba muy poco a mi mente. Fue entonces cuando a mi lado escuché, recitados con una voz grave, lenta y un tanto sentenciosa, los endecasílabos que con vano afán intentaba recordar:

Al promediar la tarde de aquel día

Cuando iba mi habitual adiós a darte

Fue una vaga congoja de dejarte

La que me hizo saber que te quería.

Lo curioso es que, en principio, no me sorprendió tanto que el anciano hubiera adivinado lo que pasaba por mi mente. Sí, en cambio, me asustó reconocer un timbre de voz familiar pero al mismo tiempo lejano; con una lejanía que hizo que mi cuerpo se cimbrara con un profundo escalofrío. Me dije que esa voz pertenecía a alguien que ya no podía compartir con nosotros sus gozos y penurias; alguien, además, por quien yo había conocido esos versos. Sin embargo, sonreí luego con alivio al concluir que la continua lectura de sus obras me incitaba a escuchar el eco suyo en cualquier voz.

Entre el final de los versos que había oído y el tropel de ideas que se agolparon en mi mente habían transcurrido tan sólo unos segundos. Balbuceante, sólo acerté a dar con una respuesta ingenua y poco agradecida:

—¿Usted también recuerda los versos de Lugones? —pregunté absurdamente, pues acababa de escuchar la respuesta.

—En un tiempo ya lejano —me contestó— no supe apreciar las reposadas virtudes de la poesía de Lugones. Años después intenté rectificar este error juvenil, y dediqué un libro a la memoria del autor de Lunario sentimental; pero sospecho que ya era demasiado tarde, pues Lugones había muerto en el '38.

Esta última afirmación me causó un nuevo y profundo sobresalto, pues confirmó mis inquietudes sobre la identidad de mi interlocutor. La mera duda de que un encuentro tan insólito pudiera ser posible me hizo sentirme vacío, inexistente. Entonces decidí arriesgarlo todo de una vez, y lancé una especie de acusación con la que, secretamente, deseaba restituir los hechos a su orden natural, a ese mundo lógico y directo en el que me gusta aferrarme; con no solapada agresividad, le dije de manera tajante:

—Borges, usted murió en Ginebra, el 14 de junio de 1986.

—Así parece —me contestó con serena seguridad—, pero descrea usted de lo que dicen los diarios; yo nunca fui afecto a ellos.

Los dos nos quedamos callados. Transcurrió entonces un tiempo que no se puede medir por minutos, durante el cual yo empecé a calmarme y a sentir que entraba en un mundo extraño, ajeno y distinto aunque reconfortante. Luego, él continuó nuestra conversación con algo que yo acusé como un reproche:

—Entiendo que ahora, en su libro, usted se ha propuesto revivir parte de mis andanzas literarias juveniles.

No respondí de inmediato, pues necesitaba encontrar una respuesta que me sirviera de defensa. Después de reflexionar con parsimonia, le dije:

—Supongo que si cada día nos esforzamos por recordar los rostros y las imágenes que han compartido nuestra vida, podremos tener oportunidad de evitar esa otra forma de la traición, la más terrible, por oculta e imperceptible: el olvido.

—Pero ése era el destino que yo había dado a mis primeros libros —se defendió.

A lo que yo contesté con aplomo:

—Tampoco el emperador chino Shih Huang Ti, insospechado constructor de la gran muralla, logró abolir el pasado mediante la destrucción de todos los libros. Quizá secretamente usted deseaba que yo exhumara sus primeras obras. Si no fuera así, ¿por qué no borró todas las huellas?

—¿A qué mortal le ha sido concedida la gracia de volver los pasos y borrar todas sus huellas? —me preguntó con un tono apesadumbrado. Y luego aceptó resignadamente—: Pero tal vez tenga usted razón y yo haya dejado casi invisibles huellas para que usted, ahora, pudiera leerlas.

—Como Kilpatrick en 'Tema del traidor y del héroe' —expresé con una sonrisa cómplice que compartimos en el acto.

Aunque luego añadí con cinismo:

—Pero quizá yo no le guardé una fidelidad absoluta, Borges, pues a diferencia de Ryan, quien decidió silenciar su descubrimiento y publicar un libro dedicado a la gloria del héroe, yo sí intenté divulgar sus secretos.

Ahora fue él quien replicó con tono irónico:

—Usted y yo sabemos muy bien que la mentirosa piedad se cruzó en su camino, pues finalmente eligió no develar todos mis secretos.

A partir de este momento de mutua confianza, nos sumergimos en un diálogo sobre temas múltiples e inconexos que me es imposible describir aquí porque no puede ser ésta la relación pormenorizada de mis sensaciones y, además, lo reconozco, porque prefiero atesorar para mí solo algunas de las ideas que me comunicó. Entre otras cosas, Borges, tan preocupado siempre por los orígenes, se interesó por la procedencia de mi familia y apellido, sólo para comprobar, con incomprensible desencanto, mi supina ignorancia sobre esos puntos. También hablamos acerca del idioma español; en particular sobre las inflexiones propias de la lengua mexicana, por ejemplo el verbo “ningunear”, cuyo significado siempre le había causado un recóndito placer.

Llego ahora a un punto de mi relato cuya mención provoca en mí una natural reticencia. Pese al tono sosegado con el que platicábamos, durante toda nuestra conversación estuvo latente mi deseo de aprovechar esa inusual circunstancia para arriesgar la pregunta última, para indagar qué había más allá de la muerte. Pero cada vez que, muy dentro, sentía que iba a surgir la fuerza necesaria para hacerlo, en el último momento me detenía un temor desconocido y absolutamente paralizante. Me consolaba entonces de mi cobardía pensando en el sacrilegio que implicaba inquirir sobre algo cuyo desconocimiento sería preferible preservar hasta el momento último de lo irremediable. También reflexionaba que tocar el tema, aunque sólo fuera en forma tangencial, sería como intentar pronunciar el más profundo y únicamente verdadero nombre de Dios, no revelado ni aun a los mensajeros y traductores divinos.

Inseguro, temeroso, opté por dejar que nuestra conversación discurriera por derroteros más maniobrables y apacibles para mí, hasta el momento en que, al volver al ámbito de la literatura, donde yo me sentía menos inerme, Borges me interrogó de manera inclemente:

—Y usted, ¿escribe poesía?

Lo inesperado de la pregunta provocó que yo no pudiera dejar de recordar mis fallidas experiencias poéticas de la adolescencia. Siempre me ha sido difícil ocultar mis reacciones, por lo que al rememorar mis humildes versos al lado de un gran poeta, me sonrojé de inmediato. Intenté que mi rostro volviera a su estado normal lo más pronto posible, aunque me avergoncé de nuevo al pensar que, por pudor, deseaba cubrir la delación de mi rostro frente a alguien que no podría descubrirla aunque fuera de día.

Suele sucederme que, después de un momento en que me he sentido desamparado e inseguro, de pronto me atrevo a realizar actos muy ajenos a mi estado normal. Esta vez arriesgué una íntima confesión:

—En 1985 compuse un poema en primera persona en que me dirijo a usted, Borges, como símbolo de todos los poetas —respuesta con la que evadía su pregunta, pues decir que se ha escrito un poema no es afirmar que se escribe poesía.

Entonces percibí en su rostro una expresión de espera y tácito asentimiento que me impulsó a recitar mi poema. En los primeros versos, la incertidumbre de mi voz me hizo temer que la memoria no me fuera del todo fiel; pero conforme avancé en la dicción, me fue invadiendo una tranquila seguridad que alcanzó su cima en la última estrofa, cuando pude decir con tono pausado y firme:

Pero es tarde ya, en el sendero

inmutable se yergue la Parca.

Y cuando te hayas ido,

el tiempo empezará a labrarte

el silencio y el olvido.

Como chico de escuela, durante un instante esperé inútilmente un signo de aprobación.

Pero él sólo dijo, usando una de esas dobles construcciones negativas tan suyas: “No está nada mal... para un principiante.” Luego repitió, paladeando cada palabra:

Y cuando te hayas ido,

el tiempo empezará a labrarte

el silencio y el olvido.

Este nuevo alarde de su memoria no me causó sorpresa, por lo que me atreví a completar:

—De silencio y olvido también está hecha la literatura.

Y añadí de inmediato:

—Pero antes de que el riguroso olvido lo invada todo, me gustaría saber, Borges, cuál fue el don que le dio su largo tráfico con las letras; me pregunto si valió la pena el dilatado esfuerzo.

Se quedó mudo y pensativo, pero después de un momento, giró lentamente hacia mí su rostro al tiempo que se levantaba, y antes de alejarse entre la oscuridad con paso vacilante, cansado y triste, me dijo la que por ahora fue nuestra despedida y cuyo sentido último me ha hecho cavilar durante inacabables e insomnes noches:

—Sólo la literatura nos salva de la muerte; aunque sea por un instante, nos da la eternidad.

16-6-97. La Jornada, México.

Primer Blog al Portentoso Borges

JORGE LUIS BORGES

ATLAS (1984)

Editorial Sudamericana

PRÓLOGO

Creo que Stuart Mill fue el primero que habló de la pluralidad de las causas; en lo que se refiere a este libro, que ciertamente no es un Atlas, puedo señalar dos, inequívocas. La primera se llama Alberto Girri. En el grato decurso de nuestra residencia en la tierra, María Kodama y yo hemos recorrido y saboreado muchas regiones, que sugirieron muchas fotografías y muchos textos. Enrique Pezzoni, la segunda causa, las vio; Girri observó que podrían entretejerse en un libro, sabiamente caótico. He aquí ese libro. No consta de una serie de textos ilustrados por fotografías o de una serie de fotografías explicadas por un epígrafe. Cada título abarca una unidad, hecha de imágenes y de palabras. Descubrir lo desconocido no es una especialidad de Simbad, de Erico el Rojo o de Copérnico. No hay un solo hombre que no sea un descubridor. Empieza descubriendo lo amargo, lo salado, lo cóncavo, lo liso, lo áspero, los siete colores del arco y las veintitantas letras del alfabeto; pasa por los rostros, los mapas, los animales y los astros; concluye por la duda o por la fe y por la certidumbre casi total de su propia ignorancia.

María Kodama y yo hemos compartido con alegría y con asombro el hallazgo de sonidos, de idiomas, de crepúsculos, de ciudades, de jardines y de personas, siempre distintas y únicas. Estas páginas querrían ser monumentos de esa larga aventura que prosigue.

J. L. B.

*LA DIOSA GALICA

Cuando Roma llegó a estas tierras últimas y a su mar de aguas dulces indefinido y quizá interminable, cuando César y Roma, esos dos claros y altos nombres, llegaron, la diosa de madera quemada ya estaba aquí. La llamarían Diana o Minerva, a la manera indiferente de los imperios que no son misioneros y que prefieren reconocer y anexar las divinidades vencidas. Antes ocuparía su lugar en una jerarquía precisa y sería la hija de un dios y la madre de otro y la vincularían a los dones de la primavera o al horror de la guerra. Ahora la cobija y la exhibe esa curiosa cosa, un mueso. Nos llega sin mitología, sin la palabra que fue suya, pero con el apagado clamor de generaciones hoy sepultadas. Es una cosa rota y sagrada que nuestra ociosa imaginación puede enriquecer irresponsablemente. No oiremos nunca las plegarias de sus adoradores, no sabremos nunca los ritos.

*EL TOTEM

Plotino de Alejandría, cuenta Porfirio, se negó a hacerse retratar, alegando que él era solamente la sombra de su prototipo platónico y que el retrato sería sombra de una sombra. Siglos después Pascal redescubriría ese argumento contra el arte de la pintura. La imagen que vemos aquí es la fotografía del facsímile de un ídolo del Canadá; es decir, es sombra de la sombra de una sombra. Su original, llamémoslo así, se erige, alto y sin culto, detrás de la última de las tres estaciones del Retiro. Se trata de un regalo oficial del gobierno del Canadá. A ese país no le importa ser representado por esa imagen bárbara. Un gobierno sudamericano no se atrevería al albur de regalar una imagen de una divinidad anónima y tosca.

Sabemos estas cosas y sin embargo nuestra imaginación se complace con la idea de un tótem en el destierro, de un tótem que oscuramente exige mitologías, tribus, encantaciones y acaso sacrificios. Nada sabemos de su culto; razón de más para soñarlo en el crepúsculo dudoso.